Es imposible conocer y comprender a Hugo Chávez fuera del contexto de Venezuela, de lo que se podría llamar la venezolanidad. Otra de las claves para acercarse al personaje pasa también por una condición fundamental de nuestras vidas: el petróleo. La naturaleza petrolera que define una particular relación de los venezolanos con la riqueza.
Todo el siglo XX en Venezuela está marcado por un viraje cultural donde una sociedad agrícola, se muda (en más de un sentido) a un proyecto de sociedad rentista, cuyo enorme consumo depende, casi exclusivamente, de la extracción del petróleo. El país entiende, entonces, su relación con la riqueza como un problema más político que económico, como un ejercicio distributivo y no como una actividad productiva.
La oferta de Chávez encaja perféctamente en este modelo cultural, pone a fluir de nuevo el gran sueño líquido. Él es (para los ojos de una población sin educación y en un estado paternalista) el gran repartidor de un botín, de un tesoro, que le pertenece a todos los ciudadanos. Él es el nuevo vínculo entre la milagrosa riqueza del petróleo y la espantosa y mayoritaria miseria de los dueños del petróleo.
Mientras los precios del petróleo sigan tan altos, Chávez estará seguro, pero sin transformar la economía del petróleo y de otras materias primas por una sociedad del conocimiento, industrial y, sobre todo, de servicios (que ya representan el 60% de la riqueza mundial), sin consolidar una clase media y sin recortar drásticamente las desigualdades, lo que mantendrá el circulo vicioso que tiene atrapado al país en el retraso, en todos y cada uno de sus períodos de expansión.
Ni en Venenzuela ni en los demás países de América Latina perdurará la bonanza actual, y serán sólo aquellos (Chile y tal vez Brasil) que han sabido aprovecharla para diversificar y crear fuentes sostenibles de riqueza, los que mantendran un rumbo sólido hacia el bienestar real.